miércoles, 29 de diciembre de 2010

Ecce Homo : Imagen patética del héroe



"Como preveo que dentro de poco tendré que dirigirme a la humanidad presentándole la más grave exigencia que jamás se la ha hecho, me parece indispensable decir quién soy yo. En el fondo sería lícito saberlo ya: pues no he dejado de “dar testimonio” de mí. Mas la desproporción entre la grandeza de ni tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se ha puesto de manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni tampoco me han visto siquiera."

Así comienza "Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es", uno de los últimos libros del filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Se trata de una recopilación de sus obras más importantes donde pretende darnos a conocer la importancia de su filosofía, además de porqué se considera superior a todo lo anteriormente escrito por el hombre.

Para hacernos una idea del hombre, del verdadero Ecce Homo, transcribo un apartado de "La lucha contra el demonio" de Stefan Zweig, donde se puede visualizar, de forma plástica, la imagen de héroe trágico y patético del genial filósofo. Recomiendo leer esta fragmento antes de abordar la obra de Nietzsche; nos ayudará a comprender mejor el contenido de su obra.

"...un mezquino comedor de una pensión de seis francos al día, en un hotel de los Alpes o junto a la ribera de Liguria. Huéspedes indiferentes, la mayor parte de veces; algunas señoras viejas en small talk, es decir, en conversación trivial. La campana ha llamado ya a comer. Entra un hombre de espaldas cargadas, de silueta imprecisa; su paso es incierto, porque Nietzsche, que tiene «seis séptimos de ciego», anda casi tanteando, como si saliese de una caverna. Su traje es oscuro y cuidadosamente aseado; oscuro es también su rostro, y su cabello castaño va revuelto, como agitado por el oleaje; oscuros son igualmente sus ojos, que se ven a través de unos cristales gruesos, extraordinariamente gruesos. Suavemente, casi con timidez, se aproxima; a su alrededor flota un silencio anormal. Parece un hombre que vive en las sombras, más allá de la sociedad, más allá de la conversación, y que está siempre temeroso de todo lo que sea ruido o hasta sonido; saluda a los demás huéspedes con cortesía y distinción y, cortésmente, se le devuelve el saludo. Se aproxima a la mesa con paso inseguro de miope; va probando los alimentos con una precaución propia de un enfermo del estómago, no sea que algún guiso esté excesivamente sazonado o que el té sea demasiado fuerte, pues cualquier cosa de ésas irritaría su vientre delicado, y si éste enferma, sus nervios se excitan tumultuosamente. Ni un vaso de vino, ni una jarra de cerveza, nada de alcohol, nada de café, ningún cigarro, ningún cigarrillo; nada estimulante; sólo una comida sobria y una conversación de cortesía, en voz baja, con el vecino de mesa (como hablaría uno que ha perdido el hábito de conversar y tiene miedo de que le pregunten demasiado).


Después se retira a su habitación mezquina, pobre, fría. La mesa está colmada de papeles, notas, escritos, pruebas; pero ni una flor, ni un adorno, algún libro apenas y, muy raras veces, alguna carta. Allá en un rincón, un pesado cofre de madera, toda su fortuna: dos camisas, un traje, libros y manuscritos. Sobre un estante, muchas botellitas, frascos y medicinas con que combatir unos dolores de cabeza que le tienen loco durante horas y más horas, para luchar con los espasmos gástricos y los vómitos, para vencer su pereza intestinal y para combatir, sobre todo, su terrible insomnio con cloral y veronal. Un horrible arsenal de venenos y de drogas, que es la única ayuda que puede encontrar en el vacío de un cuarto extranjero, donde no le es posible encontrar otro reposo que el obtenido por un sueño corto, artificial, forzado. Envuelto en una capa y una bufanda de lana (pues la chimenea hace humo, pero no da calor), con sus dedos ateridos, sus gruesos lentes tocando casi el papel, escribe rápidamente, durante horas enteras, palabras que sus mismos ojos no pueden luego apenas descifrar. Durante horas está allá sentado escribiendo, hasta que los ojos le arden y lagrimean; una de las pocas felicidades de su vida es que alguien, apiadado de él, se le ofrezca para escribir un rato, para ayudarle. Si hace buen día, el eterno solitario sale a dar un paseo, siempre solo con sus pensamientos. Nadie lo saluda jamás, nadie lo acompaña jamás, nadie lo para jamás. El mal tiempo, la nieve, la lluvia, todo eso que él odia tanto, lo retienen prisionero en su cuarto; nunca abandona su habitación para buscar la compañía de otros, para buscar a otras personas. Por la noche, un par de pastelillos, una tacita de té flojo, y enseguida otra vez la soledad eterna con sus pensamientos. Horas enteras en vela junto a la lámpara macilenta y humosa sin que sus nervios, siempre tensos, se aflojen de cansancio. Después echa mano del cloral u otro hipnótico cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas, como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio.


A veces permanece en cama días enteros: vómitos y espasmos gástricos que le hacen perder el sentido, las sienes le duelen como si se las trepanasen, los ojos pierden casi totalmente la vista; pero nadie se aproxima a su lecho, nadie tiende su mano para poner una compresa en su frente, nadie hay que se preste a leerle en voz alta, a conversar con él, a reír con él.


Esa habitación es siempre la misma. La población tiene nombres distintos: Sorrento, Turín, Venecia, Níza, Marienbad, pero la habitación es la misma: una habitación de alquiler, extraña, fría, de muebles descabalados; siempre la misma mesa de trabajo y el mismo lecho de dolor; siempre también la misma soledad. En todos sus años de peregrinación no hay ni un solo descanso en un ambiente alegre y amable; nunca, durante la noche, se aprieta contra él el cuerpo desnudo y tibio de una mujer; nunca hay una aurora de gloria tras de sus miles y miles de noches de trabajo y de soledad. ¡Cuánto más absoluta es la soledad de Nietzsche que la de la pintoresca meseta de Sils Maria, visitada ahora por los turistas, entre su lunch y su diner: la soledad de Nietzsche es de toda su vida, de todo su mundo!


De vez en cuando un huésped, un visitante. Pero la corteza se ha hecho ya demasiado dura alrededor de ese corazón anhelante de compañía; el solitario da un suspiro de alivio cuando se marcha el visitante. No queda ya en él ni rastro de sociabilidad; la conversación fatiga, agota, al que se alimenta de sí mismo y que, por tanto, sólo tiene apetito de sí mismo. A veces, rápido como un destello, pasa aún un rayo de felicidad: esa felicidad se llama música. Una representación de Carmen en un mal teatro de Niza, un par de arias de un concierto, alguna hora de piano, pero esa felicidad es también forzada y le conmueve hasta hacerle derramar lágrimas; su falta de felicidad lo ha desacostumbrado tanto a ella que acaba por ser ya sólo un tormento.


Durante quince años recorre Nietzsche esa galería subterránea que va de habitación alquilada a habitación alquilada; siempre desconocido, sólo conocido de sí mismo, pasa por oscuras ciudades, por tétricas habitaciones, por pensiones mezquinas, por sucios vagones de ferrocarril, por cuartos de enfermo, mientras en la superficie del tiempo bulle toda la ruidosa feria de las artes y de las ciencias. Sólo el caso de Dostoievski, simultáneo, igualmente oscuro y triste, presenta la misma luz grisácea y espectral. En éste, como en aquél, la obra de titán oculta a la figura miserable del Lázaro que muere diariamente de miseria y de enfermedades, y que también cada día encuentra el milagro salvador de su voluntad que lo saca de lo profundo. Durante quince años, Nietzsche sale y vuelve a caer en el ataúd de su habitación, va de muerte en muerte, de dolor en dolor, de resurrección en resurrección, hasta que todas las energías de su cerebro estallan por fin y le destrozan. Hombres desconocidos levantan del suelo de una calle a ese otro hombre desconocido; hombres desconocidos, extranjeros, le llevan a la habitación, también extranjera, de la Vía Carlo Alberto de Turín. Nadie presencia su muerte intelectual. Su fin está rodeado de oscuridad y de soledad. Solo, desconocido, se sumerge el espíritu más lúcido del genio en la oscuridad de su propia noche.”
  • [La lucha contra el demonio / Stefan Zweig]
Si os pasa lo que a mí, después de leer esto, sentiréis mayor simpatía por el filósofo alemán y apartaréis de vuestra mente los epítetos que se os ocurrirán mientras leéis cosas como:
"Yo conozco mi destino. Un día mi nombre irá unido a algo formidable: el recuerdo de una crisis como jamás la ha habido en la tierra, el recuerdo de la más profunda colisión de conciencia, el recuerdo de un juicio pronunciado contra todo lo que hasta el presente se ha creído, se ha exigido, se ha santificado. Yo no soy un hombre: yo soy dinamita."
La sensación que tienes al terminar esta obra es que el propio autor trata de darse la importancia que no ha conseguido en realidad. Vemos a una persona decepcionada con todo lo que le rodea, aislada totalmente del mundo, haciendo enemigos sin importarle en absoluto la soledad. Pero cuidado, Nietzsche no puede ser considerado tan a la ligera, y menos aún cuando su filosofía todavía no ha llegado a ser totalmente comprendida por los grandes filósofos que le sobreviven.

La obra termina con la enigmática frase:
"¿Me habéis comprendido? Dioniso contra el Crucificado..."
Poco después de terminar esta obra, Nietzsche sufrió una crisis que le llevará a ser internado en un hospital psiquiátrico.

Referencias bibliográficas:
  • Nietzsche, Friedrich. Ecce Homo. [introducción, Enrique López Castellón]. (Madrid) : EDIMAT, [2003]
  • Zweig, Stefan. La lucha contra el demonio. traducción de Joaquín Verdaguer. Barcelona : El Acantilado, 2002
  • Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. [traducción, introducción y notas, Andrés Sánchez Pascual]. Barcelona : Altaya, D.L. 1994 
  • Muñoz Gutiérrez, Carlos. "Tener un mundo, hacer un mundo..." [en línea]. A Parte Rei. nº 27. <http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/contenidos.html>

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